lunes, 18 de febrero de 2013

El poeta

La brisa veraniega peinaba suavemente su cabello, y el potente brillo del sol hacía de esto un espectáculo digno de observar.
Se perdía en sus propios pensamientos. No se perdía porque alguna problemática la acechara, lo hacía porque se sentía bendecido. O maldecido. Nunca supo contestarse eso.
Hacía años que el poeta entendió que su razón de ser estaba en las letras, que debía convertir a unos símbolos que por si mismos podían ser garabatos, en arte. Tenía que embellecer las historias, o encontrarlas en la más alegre simpleza.
A veces se sentía pretencioso, y los murmullos grises alimentaban esa idea. Pero más temprano que tarde se daba cuenta que lo que el corazón trazaba nunca era para alimentar un amor hacia uno. Alimentaba el amor al arte, ese complejo y hermoso reflejo de las tristezas, las alegrías, los amores y desamores, y por qué no, de la vida y la muerte.
El roce del persistente e incansable viento con las hojas se traducía en besos para los ojos de su mente, para los ojos del corazón, su mano izquierda y derecha.
La risa de un niño llenaba de gozo su alma. Siempre quiso a los niños, siempre quiso serlo también. No por un inmaduro deseo de escapar de una u otra responsabilidad, sino por el anhelo de mantener la dulce inocencia y felicidad que la corta edad implicaba. Pero aún así, manteniendo al niño que fue y es vivo, había algo que lo caracterizó siempre:
Lo complejo lo seducía, lo atraía a sus dolorosas e interminables, pero indudablemente bellas, fauces. Ser incomprendido, atraer a los soberbios intelectuales con sus palabras era algo que sin duda disfrutaba, no por ser un burdo snob, tampoco retando a la inteligencia. Lo que lo unía a lo complejo era un pacto con la poesía.
-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.--.-.-.-.-.-.-.-.-.-.--.-.-.-.-.-.-.-.-.-.--.-.-.-.-.-.-.-.-.-.--.-.-.-.-.-.-.-.-.-.--.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-

¡Oh, la poesía! ¡Oh, los poetas! Que seres tan simples, y sin embargo intencionalmente atrapados en sus propias redes, con largos, elegantes, bellos hilos. Quién podría explicar que fetiche sentían muchos poetas con la complejidad y sus indescifrables metáforas.
-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.--.-.-.-.-.-.-.-.-.-.--.-.-.-.-.-.-.-.-.-.--.-.-.-.-.-.-.-.-.-.--.-.-.-.-.-.-.-.-.-.--.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-

El poeta caminaba, acompañado por la brisa, por las hojas, por felicidad y por soledad. Esta última, fiel compañera de sus escritos.

No obstante el poeta nunca se rindió frente a su papel, pues cuando abandonaba el lapidario universo poético, encontraba la felicidad en su ya mencionada simpleza. Nunca le significó un baldazo de agua fría, o un cable a tierra, sino más bien un cambio de hoja, de guión.
El equilibrio, o saber elegir los momentos para actuar de tal o cual manera lo alegraban, y a pesar de poseer como todo buen poeta, de sus páginas oscuras, era feliz.
La simbiosis de su vida lo hizo feliz. Y cuando uno es feliz no se arrepiente de nada.
Y finalmente, entendió a otro gran poeta (que a su vez al entender a nuestro mundo decidió visitar otro) cuando dijo “Aunque me fuercen yo nunca voy decir, que todo tiempo por pasado fue mejor ¡Mañana es mejor!”.
“En la vida no se espera, se construye” concluyó en su mente. Y el poeta se alejó de la plaza, rumbo a su hogar, a construir en vez de esperar.